Libros para niños y niñas


Conocer a los niños es como conocer a los gatos. Quien no ama a los gatos no ama a los niños y no los entiende. Siempre hay al­guna vieja que se acerca a los niños con melindres que más bien les infunden pavor y diciendo tonterías en un lenguaje raro que pretende ser el que los niños entenderían. Ordinariamente, los niños miran con gran severidad a tales personas que envejecie­ron en vano; no comprenden lo que puedan desear y vuelven a sus juegos sencillos y muy serios, a los cuales se entregan por entero.


Para entrar en el mundo de un niño (o de un gato) es necesa­rio por lo menos sentarse en el suelo, no molestar al niño en sus ocupaciones y dejar que se dé cuenta de vuestra presencia. En­tonces será él quien tomará contacto con vosotros, y vosotros, que (por ser adultos y no haber envejecido inútilmente) sois más inteligentes, podréis entender sus exigencias, sus intereses que no sólo son los elementales; los niños intentan entender el mundo en el que viven, lo tantean mediante experiencias di­versas siempre curiosos y procurando saberlo todo.


En ciertos casos, un niño de tres años puede ya interesarse por las imágenes de un libro concebido para él; más adelante se interesará también por las historias, luego leerá y comprenderá hechos cada vez más complejos.


Es obvio que hay hechos y acontecimientos que el niño no conoce porque no los ha experimentado nunca y por ello no entenderá qué se quiere decir cuando el príncipe (tipo hoy casi inexistente) se enamora de la princesa (ídem). Fingirá en­tender o se interesará por los colores de los vestidos o por el olor del papel impreso, pero ciertamente no se interesará gran­demente. Otras cosas que el niño no puede entender son: el lujo de ciertas ediciones, las impresiones de alta calidad, las ilustra­ciones poco claras, las figuras no enteras (los detalles de una cabeza), etc.
¿Qué cree, en cambio, el editor? Cree que los niños no com­pran libros, sino que los compran las personas «mayores», los cuales les regalan libros, no tanto para hacer que se interesen por determinadas cosas cuanto para quedar bien con los padres (no siempre, por fortuna) y por esto los libros han de ser caros; las ilustraciones a muchas tintas aunque sean sucias, porque el niño no entiende de esto y es un pobre tontito; lo importante es que el objetivo sea vistoso.


Un buen libro para niños, con bellas figuras expresivas, con una historia justa, impreso sin lujo, no tendría éxito alguno (cerca de ciertos padres), pero gustaría mucho a los niños.


Luego están los libros terroríficos en los que enormes tijeras cortan un dedo al niño que no se deja cortar las uñas y en los que un niño que no quería comer va adelgazando hasta consu­mirse y morir. Donde un niño que juega con fósforos quema a su nodriza, etc. Cosas muy diversas e instructivas, de origen germánico.


Un buen libro para niños, de los tres a los nueve años, de­biera narrar una historia muy elemental y mostrar figuras ente­ras, en colores, muy claras y precisas. Los niños son formidables observadores y advierten muchas cosas que los adultos con fre­cuencia no perciben; en un libro mío, en el que experimenté las posibilidades comunicativas de diversas clases de papel, hay, en el primer capítulo, en papel negro, un gato que sale fuera de una página y mira la página siguiente. Muchos adultos no han advertido este curioso hecho.


Las historias deberían ser sencillas como sencillo es el mundo de los niños: una manzana, un gato (los animales pe­queños les interesan más que los grandes), el sol, la luna, una hoja, una hormiga, una mosca, una mariposa. El agua, el fuego, el tiempo (los latidos del corazón).


Demasiado difícil, diréis: el tiempo es un argumento abstracto. ¡Bien! ¿Queréis que probe­mos? Leed a vuestro niño este texto y decidme luego si lo ha comprendido:


Tu corazón hace tic tac, escúchalo, ponte la mano encima, Cuenta los latidos: uno, dos, tres, cuatro... Después de sesenta latidos ha pasado un minuto. A los sesenta minutos ha pasado una hora. En una hora una planta crece un milímetro. En doce horas el sol sale y se pone. En veinticuatro horas pasan un día y una noche. El reloj ya no sirve. Miremos el calendario: lunes, martes, miércoles, jueves, viernes, sábado y domingo. Una se­mana. Cuatro semanas forman un mes: enero. Luego vienen: febrero, marzo, abril, mayo, junio, julio, agosto, septiembre, oc­t ubre, noviembre y diciembre. Han pasado doce meses. Tu co­razón ha seguido haciendo tic tac; ha pasado un año formado por minúsculos segundos. En un año pasa una primavera, un verano, un otoño y un invierno. El tiempo no se acaba nunca; los relojes señalan las horas; los calendarios señalan los días; el tiempo sigue pasando y lo consume todo: reduce el hierro a polvo, produce arrugas en las caras de los viejos. A los cien años, en un segundo, un hombre muere y otro nace.

Bruno Munari - El arte como oficio